1 de abril de 2020

UN BREVE Y MORTAL SUEÑO

Novelas para el fin del mundo


UN BREVE Y MORTAL SUEÑO (Antonio Mejía Ortiz, México 2019), nos conduce a un viaje a través del alma y la mente de un protagonista que es, al mismo tiempo, Padre e Hijo. Enmarcado bajo una atmósfera lírica y rockera, como si asistiéramos a un recital, esta novela nos hace partícipes de los pensamientos, imaginaciones y ensueños de un músico amateur. Recuerdos, reflexiones sobre la filosofía personal, poemas y canciones, así como la mística de los miedos más profundos, se vuelcan en un remolino de prosa poética que describe la personalidad de un hombre en su continuo desdoblamiento a partir de la figura simbólica de una mujer que es, al mismo tiempo, Madre, esposa y amante. Entre conciertos fallidos, cigarrillos y madrugadas solitarias, UN BREVE Y MORTAL SUEÑO es la bitácora de un viaje espiritual, un viacrucis íntimo desde la tumba del vientre hacia la sublimación de las percepciones.






Puedes descargar el PDF aquí:
👇




  


ISRAEL ANTONIO MEJÍA ORTIZ

antoniomejiao@hotmail.com
twitter.com/AntonioMejiaO
antoniomejiaortiz.blogspot.mx





(Tlalpan, México, 1983). Escritor, Dramaturgo, Dramaturgista, Director de escena, Bibliotecario, Músico. Amante exiliado del Teatro, idealista aburrido, optimista deprimido, rebelde amaestrado. Un anacronismo viviente en estado fantasmal. Un pensamiento místico extraviado en un supermercado. Licenciado en Literatura Dramática y Teatro, por el Colegio de Literatura Dramática y Teatro, Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Escritor de Fascinación (Cuento); Recurrencia, Little Bastard, YUF 1916 (Poesía); Un breve y mortal sueño (Amazon KDL).

Dramaturgo, Dramaturgista, Dirección y Musicalizador de En la sombra tus ojos, México 2016-2018.

Guionista, director y editor de Comiendo una naranja el mundo cambia (2010); Hoy (2011); Intersticio (2011); En el rincón (Videoclip, 2012). En la sombra tus ojos (2015).

Escritor de los ensayos y artículos como Quetzalcóatl: hacia un arquetipo prehispánico de lo trágico, Afterplay, Secuelas chejovianas | El lado b de la materia. Teatro UNAM, México, 2012 y 2013; y, El arte dramático y la tendencia hacia la supresión del sentido, Revista STOA, 2016.

Dramaturgo de: En la sombra tus ojos; Cuatro estaciones; QTZLCTL; El barco inmóvil de mis sueños; YAGO encadenado; Diccionario de las emociones sin nombre; El sutil llanto de nuestras heridas (obra acerca de la violencia sutil en el noviazgo). Co-Dramaturgia: El pasado es un país extraño, Ensayo dramatúrgico sobre el movimiento estudiantil de 1968. México 2019. Director de La Más Fuerte. Adaptación a partir de la obra de A. Strindberg (Work in progress. 2019).

Compositor de Sueño Lúcido y Bepop (soundcloud.com/antonio-mej-a). Administrador de los blogs antoniomejiaortiz y el-club-de-los-espiritus-sangrantes (blogspot.com). Ha trabajado como asistente de dirección, asesor de escena, panelista, jurado, moderador, lector, asistente de producción y redacción.

29 de octubre de 2019

CADA NOCHE BAJO EL ÁRBOL ES EL FIN DEL MUNDO

A mis abuelas... A mi madre

De aquel día y de aquella hora, nadie sabe,
ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, 
sino sólo el Padre. Mateo 24, v 36

El día siguiente al fin de los tiempos el cielo estaba nublado, únicamente se escuchó el trinar de ocho canarios repartidos en dos jaulas y el maullar de tres gatos que jugaban antes de tomar una siesta. El rocío de la madrugada permaneció en las hojas y pétalos de flores y plantas que, en grandes macetones, hacían una larga fila debajo de los ventanales. El patio estaba lleno de ramaje del enorme pino que atravesaba la cocina, sin embargo, el día siguiente al fin de los tiempos no hubo viento que lo dispersara; el agua de las piletas siguió fría y, a veces, cuando una gota caía en ella, hizo ondulaciones discretas y luego siguió vibrando, aunque ya no era su materia lo que vibraba. Los relojes, que estaban atrasados, marcaron la hora; el sonido de los segunderos no se perdió, por el contrario, se hizo robusto porque no había segundos ni horas, el tiempo al fin se había desvanecido. Y si uno se fijaba detenidamente, aún se podía ver a las hormigas, ir y venir, juntando provisiones para el invierno, sin percatarse de que las fechas y las estaciones, los años y los días, habían desaparecido.

El día siguiente al fin de los tiempos, el tío Miguel se levantó, se vistió y tendió su cama. Fue a lavarse el rostro, el cuello y las manos; se peinó cuidadosamente su ya escaso cabello, saco la bolsa de croquetas, tomó la escoba y el recogedor, abrió todas las ventanas y antes de sacar, limpiar y colgar las jaulas de los canarios, antes de salir a barrer y lavar el patio, antes de darle de comer a los gatos y cambiarles el agua, se prometió que apenas terminara, pondría todos los relojes en la hora exacta.

El día siguiente al fin de los tiempos, Don Manuel se levantó, se vistió con los dos pantalones y los dos suéteres que siempre usaba y se calzó las botas. Encendió la consola, no pudo sintonizar nada y pensó que, al fin, después de tantos años se había descompuesto, así que dejó la casa en silencio. Puso a calentar agua, lavó los trastes del día anterior, los secó y los acomodó de nuevo en la mesa; luego se entretuvo haciendo el desayuno: huevos estrellados, frijoles negros refritos hechos a mano con un poco de manteca, cebolla y rodajas de chile verde; pan y café de olla con leche.

El día siguiente al fin de los tiempos, la Señora Gloria se levantó, revisó su máquina de oxígeno y se dijo que pasado mañana tendría que cambiar de tanque. Fue a limpiarse el rostro, el cuello y las manos; peinó cuidadosa y tranquilamente su cabello, se puso las medias, el fondo y después la falda, la blusa de tela gruesa y el suéter de lana. Una palomita de San Juan entró a la habitación y se quedó inmóvil cerca de las veladoras, sobre el San Antonio que tenía en el pequeño altar improvisado, frente al espejo de la cómoda: Crucifijos, Trinidades y Estampillas de Santos, con Biblias y Rosarios e imágenes de Cristo y la Virgen María, que guardaban desde que eran jóvenes. Tendió la cama y se dedicó a doblar ropa (siempre había prendas por doblar sobre la cama), hasta que el desayuno estuvo listo. A veces, con las yemas de los dedos, se detenía a contemplar las carpetas que había tejido en las tardes de lluvia o durante las esperas largas en el seguro social. No recordó cuáles estaban adornando los sillones el día anterior, miró hacia el fondo, más allá del comedor, donde se encontraba la sala y no distinguió gran cosa, porque hacía tiempo que sus ojos ya no veían el mundo, más bien, lo suponían.

El día siguiente al fin de los tiempos, la Señora Gloria, Don Manuel y el tío Miguel, desayunaron huevos estrellados, frijoles negros refritos hechos a mano con un poco de manteca, cebolla y rodajas de chile verde, pan y café de olla con leche. Desayunaron en silencio porque habían tenido la vida entera para agotar las conversaciones casuales. Porque se sabían hasta mecánicamente sus malos humores, sus prejuicios, sus dolores e incluso aquello que podría ocasionarles guasa. Porque, a veces, con más o menos hijos, con nietos y bisnietos o solos como ahora, realizaron esta rutina por más de cuarenta años. Porque al paso del tiempo, luego de agotar las palabras en amenas y efusivas pláticas de sobremesa con la familia grande, que duraban hasta bien entrada la madrugada, comprendieron que el silencio era el estado natural de las emociones y los pensamientos; que darse a entender era un acto no de la lengua sino del instinto. Y, finalmente, porque aun cuando ellos no lo supieran, el vocabulario del mundo se había desvanecido el día siguiente al fin de los tiempos.

Cuando terminaron, abrió el cielo y Don Manuel levantó los trastes, los lavó de inmediato, metió la jarra de leche al refrigerador y encima la sartén con los frijolitos que habían quedado; dejó la olla de café en el centro de la mesa, recogió las migajas de pan y por la ventana las echó al patio para que los pajaritos silvestres bajaran a comérselas, pero ninguno vino. Después, fue a buscar sus herramientas y sacó de debajo de la escalera, de entre un montón de fierros viejos y pedacería de todo tipo, un banco de madera que llevaba quince días arreglando y en el patio se dedicó a ello, parando brevemente para dar un par de sorbos al aguardiente que escondía entre el mundo de chatarra que acumuló durante los varios empleos que tuvo, luego de ser liquidado por la fábrica de papel La Fama. 

Como en toda casa antigua, las ventanas eran grandes y los techos altos. A esa hora de la mañana el pino que atravesaba la cocina dejaba pasar el sol justo para llamarlo resolana, ésta caía agradablemente sobre un extremo del amplio sillón que habían comprado a un libanés en siete pagos; allí se sentó el tío Miguel y la gran gata blanca se echó en sus piernas mientras los dos machos dormían sobre la cornisa. La Señora Gloria fue a buscar las carpetas, las llevó a la sala para cambiar las que ya estaban y ayudándose con los dedos apreció cómo se veían; estuvo platicando con su tío sobre la gente de antes y de cómo el baldío se había convertido en un amasijo de casas sin sentido y proles descarriadas. Luego durmieron un poco, él sentado donde estaba y ella en el sillón de enfrente, como hacía pasando el mediodía. 

El sol caminó desde el zaguán de la entrada hasta los lavaderos y las nubes se fueron acercando. Los gatos maullaron sutilmente pidiendo su ración de croquetas y esto despertó al tío Miguel que olió cómo los frijoles refritos se recalentaban en la estufa. Gloría, anda, ya levántate que es la hora de la comida, dijo con su voz matizada por la edad, antes de salir para alimentar a sus mascotas. La Señora Gloria se levantó y camino hasta el comedor donde ya los esperaban un plato de sopa de fideo, tortitas de papa, frijoles recalentados y tortillas, además de agua de guayaba. Comieron apaciblemente, masticando lento pues eran tan pocos sus dientes; tratando de disfrutar cada bocado, no se percataron de que los minuteros al fin se habían detenido. El tío Miguel pidió otra tortita de papa y Don Manuel se la negó diciéndole que el dinero de su pensión le alcanzaba únicamente para dos, que si quería podía servirse más agua y echó una estruendosa carcajada que estremeció las taras del silencio; don Miguel enumeraba, entre rabietas, todas y cada una de sus aportaciones desde el día en que había entregado a su sobrina en la Iglesia para ser desposada; ella misma tomó las dos tortitas que sobraban, le sirvió una a su tío y se quedó con la otra. Se pelearon todavía un rato y para cuando las sombras borraron el reflejo del mundo en los espejos de la casa, ya hablaban de aquellas veces que las tías viejas venían de visita, de cómo y por qué murieron cada una, de todas las travesuras y cosas que hacían para defender el apellido en contra de vecinas o nueras, de cómo habían sido mujeres muy desgraciadas pasando de soldaderas a recoger fruta podrida, en el mercado de La Merced, para alimentar a sus hijos. Luego comentaron, como repaso habitual, que tenían que juntar el dinero para pagar la perpetuidad en el panteón y evitar que echaran los huesos de los familiares a la fosa común y también, para que ellos mismos tuvieran donde ser enterrados.

Antes de meter a los canarios, Don Manuel les cantó un breve lingo lilingo, aprovechó para cubrir con un plástico el banco que arreglaba y fumarse un Delicado sin filtro en tanto el último rastro de calor sobre la tierra se extinguía. Metió las jaulas y debajo de la tela polar las acomodó no sin antes asegurarse de que tuvieran agua limpia y suficiente alpiste para la noche. Los canarios revolotearon un par de veces y se quedaron quietos, acurrucados bajo sus diminutas alas. El tío Miguel cogió una cubeta llena de agua y fue regando las macetas, procurando mojar la mayor cantidad de hojas. Limpió el arenero de los gatos y espero cinco minutos a que uno bajara del improvisado techo de lámina sobre la pileta. Pensó que iba siendo hora de echar otro piso en el patio porque llevaban ya mucho tiempo andando sobre las mismas grietas. La señora Gloria cerró todas las ventanas para que no pasara la intemperie y encendió las amarillentas luces. Entraron todos y no hubo más afuera.

Calentaron de nuevo la olla del café y lo bebieron contemplando el vacío que se acrecentó desde que no regresaron sus hijos, los hijos de sus hijos ni los hijos de sus nietos. Creyeron que llovía, sin embargo, se trataba de las pequeñas ramas del pino que caían suavemente sobre la geometría del asbesto. El tío Miguel fue a su pequeñísima habitación, se desvistió colocando su marchitada ropa, perfectamente doblada, sobre una silla al lado de la cabecera y se metió a las cobijas. Uno de los gatos se acostó entre sus piernas y de inmediato se quedó dormido; el otro fue a meterse bajo su brazo y ronroneo con aprensión durante un rato hasta que lo venció el sueño. La gata se recostó como esfinge al borde de la cama con el rostro hacia la puerta de la entrada. Cerró los ojos, pero no estaba dormida. Frente a la cama, encima del ropero, una falsa vela emitía su débil luz roja, apenas alumbrando la representación del Ecce Homo.

Don Manuel se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada, apagó las luces y se fue a la cama, se quitó la ropa dejándola hecha bola en un rincón y comentó que le seguía molestando la pierna derecha; se pegó a la pared con las cobijas hasta el cuello y roncó como un bendito. La Señora Gloria se desvistió serenamente frente a su lámpara, regresó las carpetas tejidas a su lugar y se puso el salto de cama blanco y encima, un suéter tejido de lana. Se ocupó de doblar con cuidado su ropa, sacó el Rosario de la bolsa de su mandil y en seguida guardó todo en un cajón de la cómoda; durante algunos minutos se peinó mirándose el cabello con ojos prácticamente ciegos. Al recostarse, aunque tuvo alguna dificultad para respirar, no duró mucho, y después logró conciliar el sueño. La tenue luz de lámpara quedó encendida como todas las noches, porque nunca le agradó estar completamente a oscuras.

El día siguiente al fin de los tiempos todavía no terminaba y se nubló de nuevo. Ya no se escuchó el trinar de canarios repartidos en dos jaulas, ni el maullar de tres gatos que a esa hora soñaban; y el rocío del sereno aún no caía sobre las hojas ni los pétalos de flores y plantas; y no hubo viento que precipitara el ramaje del enorme pino sobre el patio; y aunque el agua de la pileta se enfrió, no había mano que lo verificara, que provocara en ella ondulaciones discretas, porque estaba dejando de ser materia. Y ya no hubo segundos ni horas, finalmente el tiempo no vibraba; y toda idea acerca de las fechas y las estaciones, de los años y los días, desapareció el día siguiente al fin de los tiempos.

20 de septiembre de 2019

NUNCA -NADA- SERÁ SUFICIENTE

(dos historias para un mismo cuento. Segunda Parte) 


II


Los embotellamientos seguían a giro de rueda en las avenidas grandes, ya te lo imaginas. Las ventas continuaron en el mínimo establecido y las luces navideñas ya adornaban las fachadas de la ciudad; puedes quedarte durante horas viendo cómo prenden y apagan, así nada más, como embrujado. Serían las cinco de la tarde cuando noté que el cielo se oscureció y el ambiente se hizo raro: el alumbrado público se encendió llenando las calles de una tranquilidad muy parecida a la que brota después de una gran fiesta. Como no quería regresar a la oficina, me metí al bar del Sanborns. Me gustan ¿puedes creerlo? Son caros, sin embargo, me gustan porque es como si te exigieran dejar fuera todas tus expectativas, allí dentro nadie tiene voluntad ni siquiera para pedirte la hora. Es un buen lugar para sentarse a beber sin cordialidades falsas, sin ilusiones; hasta eso que me llamó la atención un tipo ya viejo de gabardina que, sentado al fondo, le daba la espalda al salón y sin despegar la mirada de la pared, tomaba pequeños tragos a una Negra Modelo. “¡De eso se trata chinga, de olvidarlo todo!”, pensé, mientras la chica del teclado tocaba de nuevo Almohada.

Como a las siete pensé que ya podía aguantar cualquier clase de conversación, así que regresé a la oficina; en la entrada encontré a Romo y me dijo que apenas salimos en la mañana, el Jefe se fue a Tequesquitengo con Amalia -ellos traían onda desde hacía meses- y que ya no iba a regresar; recuerdo que llevaba el cuadro que le di, ¿te acuerdas?, en el intercambio de broma. Qué bueno que ya lo vas a echar a la basura porque parece que tiene algo interesante, pero en realidad es feo, le comenté, como de mal gusto se me hace. Me respondió con un gesto raro y se fue. Como en cualquier viernes de quincena, el edificio estaba casi vacío, aunque en nuestro departamento seguían Adrián, el Zapata, Lupita y Salvador, que ya se habían tomado un montón de cervezas y estaban destapando el ron, antes de que se descongelaran los hielos. Me senté para ponerme a nivel y alcanzarlos porque apareció ese dolor de cabeza de cuando has tomado poco; y, además, ya sabes que es horrible ser el único en su santo juicio si todos ya se pusieron a tono.
Era cumpleaños de Adrián y quería fiesta, así que convenció a las de trabajo social para que vinieran a tomarse la botella con nosotros, aunque poco antes de las diez dijeron que se iban a una fiesta de la universidad; tratamos de convencerlas de que se quedaran, luego les propusimos acompañarlas y nos dijeron que no, que era cosa entre universitarios y se largaron preparadas para cogerse a cualquier chico listo, ya sabes a qué me refiero… a esa mediocre insistencia. Salvador y Lupita se encerraron en la bodega de insumos y para cuando salieron, habíamos decidido buscar un table-dance o un putero, claro que primero íbamos a pasar a una cantina para tomarnos algo mientras daba la hora en que se pone bueno el ambiente, además ya se nos había acabado el parque. En ese momento subió Don Nacho para decirnos que ya iba a cerrar el edificio y todavía estuvimos platicando con él un rato hasta que Lupita apareció con la noticia de que unos amigos suyos, que eran artistas, le llamaron para invitarla a una fiesta; preguntó si queríamos ir y a nosotros nos preció bien porque de cualquier forma buscábamos un lugar para estar al menos hasta la media noche. 
Nos acomodamos en la nave del Zapata y agarramos hacia el Eje central rumbo al Zócalo. Únicamente nos detuvimos para comprar cervezas y cigarros, y Adrián compró un Baraima; en la fila para pagar, un gordo borracho nos regaló unas cervezas antes de tirar las que traía bajo el brazo. Ya dentro del auto me puse a servir, adelante prendieron la radio y nos fuimos escuchando unas canciones culeras de pop en español, hasta que en una estación encontraron esa de los Stone Roses que te gusta “I don't have to sell my soul he's already in me. I don't need to sell my soul he's already in me…”, por supuesto, cantamos a todo volumen. La fiesta era a unas calles de Francisco I. Madero, en una vieja casa donde todos se dedicaban a cosas artísticas como el Hata Yoga o la defensa de los derechos más elementales de todo ser vivo y, por lo mismo, habían elegido ese sitio como centro de reunión de grupos eclécticos, emergentes y contraculturales, al menos eso nos dijo Lupita. Subimos las escaleras como al veinte para las once y atravesamos conversaciones sobre poetas desconocidos y editoriales independientes, sobre cómo el teatro agonizaba y resurgían las artes plásticas y el performance; igual hablaban de Málaga que de Río de la plata o Real de catorce, ya de mínimo; y esos cuates podían enumerarte los pueblos mágicos de aquí a Sonora. Nos sentamos y quizá ya estaba muy borracho para tener contemplaciones porque al tercer cover de Wish you where here en versión raeggae, les dije que era una mentada de madre y que se dejaran ya de tanta pendejada. Más tarde, como siempre pasa, empezaron las cumbias y con movimientos extraños salieron a bailar unas chavas con la mitad del cabello rapado, llenas piercing y tatuajes, que iban descalzas de aquí para allá haciéndose de porros y cubas; repartían besos y abrazos con mucho entusiasmo al mismo tiempo que contaban anécdotas y pasajes de sus aventuras en los espacios cutres del centro. Al final, serían casi la una de la mañana cuando Adrián y el Zapata se hartaron, me dijeron que nos fuéramos a la chingada de allí, que aprovecháramos para meternos a cualquier cantina de República de Bolívar ahora que todos los mamones parecían estar encerrados en esa casa. Nos despedimos de Lupita y Salvador que se quedaron hablando de las consecuencias de la normalización de la violencia en México y la deshumanización a través del discurso del Estado, y de cómo el arte podría liberarnos y pendejadas por el estilo. Antes de salir, insistimos en llevarnos a las chicas de cabello rapado, pero sus amigos no las dejaron, supongo que ya tenían preparadas sus camas; y no tuvimos de otra que largamos con nuestros propios honores. Para entonces se nos había bajado un poco, saqué los cigarros y los prendimos como haciendo tiempo para que la mugre de la calle nos indicara por dónde irnos. 
Habíamos dicho que una cantina estaba bien, lo cierto era que andábamos buscando algo más, algo que nos condujera hacia un límite que fuera determinante porque, de alguna manera, todos esos autonombrados artistas sí habían logrado aludirnos por nuestro horario de oficinistas y nuestras costumbres convencionales. Adrián estaba furioso, tenía semanas de haberse divorciado de Amalia y se resintió especialmente; se encaprichó con hallar a una mujer que lo acompañara durante su cumpleaños, nací a las siete de la mañana, para esa hora debo estar con alguien o ya me llevó la chingada”, nos dijo y se echó a caminar. Anduvimos por República de Brasil hasta llegar a la Plaza de la Constitución. De pronto, nos sentimos como forasteros, rodeados de turistas y drogadictos, en medio de chavos fiesteros que a esa hora saturaban las calles haciendo bullicio o fumaban afuera de los bares como dueños de un mañana que se venía encima sin darnos cuenta. En la Plaza del Zócalo brillaban los adornos navideños, las ganas de renovación, de segundas oportunidades que la gente saca del armario cada año. Corrí para abrazar por la espalda a Adrián que se había detenido a contemplar ese espectáculo de alegrías que se sentían algo forzadas. 
¿Te gustan linda?, mañana te compró algo así para adornar la casa, le dije con una risa desganada. Él miró de reojo y fue siguiendo el vapor que salía de mi boca y se perdía entre el smog y el resplandor del alumbrado público. Comprendimos entonces que los artistas nos habían robado algo de simpleza, que al jactarse de aquel talento suyo habían dejado en carne viva la rutina que los trabajadores, como nosotros, deben llevar a cabo para mantener apenas la esperanza de una buena vida. 

No mi amor, con que te dejes de embriagar me conformo, respondió con ademanes de señora y se me fue encima como si quisiera besarme, forcejeamos un poco y luego lo tomé por el cuello como en la lucha libre y así caminamos unos metros. Un anciano, que era en realidad un jirón de ser humano, se acercó a pedir un cigarro, decía palabras extrañas y frases inconexas, tirando miradas de éxtasis. No tenemos, compa, respondimos y el viejo quiso convencernos de que le diéramos un cigarro o unas monedas a cambio de la extraordinaria narración de su vida; el Zapata, que es un tipo de barrio y por lo mismo está harto de viejos apestosos con extraordinarias narraciones, lo hizo a un lado, no Don, nos cagan las vidas extraordinarias, le dijo ofreciéndole uno de sus cigarros sin filtro. Si fuéramos escuchando la vida de cada pinche viejo apestoso, qué puto sentido tendría todo esto, nos sonrió y dobló hacia 16 de septiembre. Un rato después entramos a Bolívar, pasamos a comprar cigarrillos y chicles y vimos desde afuera el Salón Corona, lleno de bebedores sociales y pendejos que no saben de qué se trataba eso de ir machacando la mente a trancazos de alcohol y humo. Más adelante, nos detuvimos frente al Dos Naciones y pasamos a la planta de arriba donde el conjunto musical recién empezaba su primer descanso. De inmediato sonó la rockolla y para cuando el Zapata asomó la cabeza por las escaleras, escuchamos la inconfundible voz de Juan Gabriel con Yo no sé qué me pasó y eso nos regresó el júbilo. Pedimos una Negra Modelo y una copa de Jack Daniel´s -en las rocas-, un Smirnoff y Cazadores con Coca. Los vasos y las canciones continuaron hasta que regresó el grupo. Adrián sacó a bailar a dos ficheras y luego hizo amistad con un tipo que dormitaba entre los brazos de una mujer más joven, aunque igualmente desgastada; el pobre diablo, de vez en cuando, despertaba para dar pequeños sorbos al largo vaso de Presidente o para que la mujer le sirviera. El Zapata salió a fumar y al regresar ya venía con Salvador, que parecía desencajado; pidió dos cubas de ron y casi se las tomó al hilo a pesar de que ya estaba muy dañado ¡Vamos a buscar unas putas!, dijo, todavía con el líquido escurriendo por la barbilla y Adrián entusiasmado se tomó su vodka. Pagamos y dejamos atrás Despedida con Bienvenido Granda. Encendimos un cigarro y nos metimos al auto; comenzó a caer un aguacero que te dejaba sordo. Y bueno, a dónde vamos, pregunté. Ahorita vemos, respondió Adrián, arrancó y anduvimos bebiendo por las avenidas de la ciudad, persiguiendo canciones en FM. 
Perdimos el rumbo sin darnos cuenta y los altos edificios iluminados dieron paso a calles ensombrecidas y luego quedaron nada más las sombras. Tan ocupados como estábamos en encontrar una vía, no percibimos que la radio se inundó de estática. En un crucero casi rural, donde sólo vimos pasar un perro esquelético, dimos vuelta a la izquierda y entre los árboles alcanzamos a distinguir una luz neón hacia la que Adrián se encaminó sin contemplaciones.
Detuvo el auto, bajamos y avanzamos unos metros sobre charcos de lodo y montones de piedras, hicimos a un lado la rancia cortina roja y entramos a una piquera donde la perrada se reunía para resanar cualquier grotesca excitación que se guardara en la vida cotidiana. Eso era un caldo de pellejos curtidos y fluidos malolientes, de vapores hechos de transpiración y sebo, donde las prostitutas llenas de liendres eran ya nada más esperma reseco y sangre tibia, donde los maricones de barrio esperaban a los hombres putos en los rincones sin luz o al lado de la zanja ocupada como baño; donde los travestis, que mendingaban orales para conseguir una jeringa, se maquillaban sobre la tierra que tenían pegada al rostro y se tambaleaban con las rodillas peladas o sangrando y los tacones orinados. Dónde los borrachos paraban de vomitar para chuparle las tetas y meterle el dedo a cualquiera con aliento femenino que pasara a su lado, donde los que hacían de meseros, cada cierto tiempo rompían narices y bocas para desocupar las mesas. Al fondo, una mujer de negro, casi anciana, mantenía intocables a dos muchachas pueblerinas que ofrecían su juventud a gran costo, porque era lo único que les quedaba. La decoración consistía en series navideñas de color rojo, colgadas en el techo de lámina, que prendían y apagaban lentamente: llegaban y se juntaban sobre la mesa del fondo donde la anciana de negro lo observaba todo con tranquilidad sórdida, como en una alucinación esquizofrénica, era algo perverso.
Sonaban los mismos corridos y las mismas canciones de banda en un estéreo al lado de la barra; cada tanto, Los cadetes de Linares les regresaba la euforia a esos desechos de personas. Se acercó un chavo para proponernos, por una aceptable cantidad, a las chicas del fondo y Adrián aceptó y se fue a negociar el precio. Los miré a lo lejos y con todo, el aspecto de la anciana contrastaba drásticamente con el lugar, con cualquier acontecimiento sucedido o por venir durante esa madrugada; ella, en sí, es una contradicción, pensé, de alguna manera ella contrasta radicalmente, incluso, consigo misma. Parecía haber vivido desde siempre, tanto que la acumulación de vejeces le hacía conocer cómo se manejaban las convenciones y, sin embargo, continuaba siendo una idiota; parecía que esto la había obligado a estilizarse, a contenerse y, al mismo tiempo, se le notaba cierta urgencia por suceder en el momento, urgencia que la arrojaba fuera de esas horas, como si le resultara imposible alcanzar cualquier aspecto bello de la vida y por lo mismo, se hiciera a lo vulgar, a lo obsceno, para sentir algún pulso en la carne.
Adrián se sentó a una de las muchachas en las piernas y bebieron sin detenerse. El Zapata sentó a la otra a su lado y de inmediato le metió la mano por debajo del pequeño vestido de plástico. Salvador bebió en silencio, quiso llorar, pero se quedó dormido en tanto yo miraba cómo se iba cuajando eso que fuera un caldo hirviendo; veía cómo la fascinación por la mujer de negro crecía en Adrián hasta salírsele por los ojos. No se trataba de fetichismos ni desviaciones de un pervertido, no era compulsión psicológica, se trataba únicamente de ese límite que andaba buscando para celebrar su nacimiento…
Desperté sin saber cuánto había dormido, los meseros fumaban piedra o cigarrillos en la barra y varias putas dormitaban con la cabeza sobre las heladas y agrietadas piernas de otras; la botella estaba por terminarse y el estruendo de Los ángeles negros en el estéreo había suplido al aguacero ¿Dónde está Adrián?, pregunté al Zapata que, escurrido sobre la silla, volteó para señalar hacia el fondo. Bajo débiles luces intermitentes, Adrián y la anciana bailaban abrazados, dando vueltas pesadamente como fuera de ritmo y, sin embargo, dentro de la música. No se miraban, sólo estaban girando lentamente. Desaparecían en la oscuridad y durante breves intervalos se pintaban de rojo y seguían bailando; esa discreción se convirtió, poco a poco, en nada más que una imagen temblorosa. Nadie les prestaba atención, se podía intuir que se trataba de un desprecio rutinario. Imperceptiblemente, la anciana rejuveneció y afloró esa urgencia de suceder a través de una juventud perfecta, de un atractivo y vulgar cuerpo que hacía relucir sus curvas en las sombras. Se reveló un cínico desenfado sexual, casi morboso, que hizo resplandecer a una hermosa jovencita que parecía ávida por cobrarse varias afrentas contra todo lo bueno y bello de la existencia. Terminaron de bailar, ella se acomodó el vestido y tomó su abrigo, caminó directo hacia la salida; pasó junto a nosotros y por un momento se disipó la peste. Hizo a un lado la cortina y el azul pálido de las primeras horas dejó ver lo enajenado y mezquino del lugar. De Adrián, únicamente quedó la imagen de un viejo decadente, vulgar y obsceno, como perteneciente a otro espacio que, momentáneamente, se pintaba de rojo y luego desaparecía. La transformación fue tan escueta y desencantada, tan hecha de banalidad, que nos provocó resignación en lugar de asombro. 
Antes de irse a sentar a la mesa del fondo, el último pulso de Adrián sobre su carne le alcanzó para decirnos, con un ademán de la mano, que nos largáramos. Levanté a Salvador y casi a rastras lo llevamos hasta el auto. El Zapata arrancó y por el retrovisor pude ver cómo el sol, apenas elevado, borraba del horizonte ese antro hecho con mendrugos de seres humanos. Serían alrededor de las seis y media cuando la señal en la radio volvió y nos dimos cuenta de que ya estábamos en el Distrito Federal. Un embotellamiento nos mantenía a giro de rueda, saqué dos cigarrillos, aplasté la cajetilla y los encendimos; aspiré profundo hasta sentir una punzada en el pecho y la garganta. Nada en la ciudad era diferente: las luces navideñas que adornaban las fachadas, prendían y apagaban incansablemente. Los focos en las entradas de las casas estaban aún encendidos. El cielo se había oscurecido y el ambiente se enrareció, como sucede cada fin de año.

9 de septiembre de 2019

Artículo en tres piezas

LA CASA QUE ARDE DE NOCHE

De Ricardo Garibay


La casa que arde de noche, del gran Ricardo Garibay, es una novela terrible-hermosa cuyas dimensiones, lo mismo que la casa a la que hace alusión el título, se amplían y amplifican y se desdoblan en la medida en que el lector lo hace. El tránsito de la casa, de los personajes que la habitan y del lector, se acompasa y profundiza conforme se alcanza el núcleo del argumento; cualquiera puede entrar a la casa, pero sólo algunos pueden saber de sus entrañas, porque este Palacio de la Sabiduría no admite cualquier exceso.
Aun cuando la novela funciona para quien únicamente busca una historia sencilla y un divertimento, más allá de la estructura técnica del texto, la maestría de Garibay está en que la trama, al puro estilo de una parábola,  aparentemente simple, sólo es la fachada de todos los mundos de un universo, de todo lo universal que hay en lo particular de cada individuo. 
Me recordó a Sacrificio de Tarkovski, a la teoría psicoanalítica de las tres mujeres simbólicas que forman la imagen de lo femenino o del ánima en un hombre: la Madre, la Amante y la Esposa; me recordó a El Perseguidor de Cortazar, al cuento El Sur de Borges, al poema El Tigre de W. Blake, a la terrible simetría del Patriarca que hay en cada hombre, en cada mujer, en todo hombre.
Y por lo mismo, similar a lo que sucede con el Complot Mongol de R. Bernal, mientras en México no haya cineastas (y no los hay, ¡por mucho!) de la talla de Tarantino, de Scorsese y ni mencionar a Tarkovski, no habrá adaptaciones que les hagan justicia, en la medida en que el Cine puede alcanzar a tocar a la Literatura.

3 de septiembre de 2019

NADA –NUNCA- SERÁ SUFICIENTE


(dos historias para un mismo cuento) 


I


Julia venía de quién sabe dónde. Llevaba tres meses en la empresa y aunque se tenía santo y seña en su registro, era prácticamente una desconocida, una sin rostro, una de esas nínfulas tardías que han perdido su identidad a fuerza de desgaste, de pasar por tantos sitios dejándose impunemente y, con todo, la juventud se le notaba hasta en los zapatos. Sin que esto la amilanara y como si tuviera el tiempo en contra, para cuando se realizó la cena de fin de año ya se había metido entre las piernas y etcétera, a un gerente, tres ejecutivos, dos oficinistas (en rápidas visitas al comedor) e incluso a un chico de servicio social, durante un tiempo extra en viernes. Las anécdotas se convirtieron en chismes y estos en recipientes de deseos insatisfechos que, por ofensa o ego, acrecentaron los números y las motivaciones. “Es una putita” decían los compañeros en las charlas de cantina; pero no es que bastara con estar presente para que Julia se decidiera a entregarse.
Romo, que nada más de verla había sucumbido a esa manipuladora docilidad que urge al espíritu masculino a convertirse en héroe rosa de best-seller, sentía que su vida se iba a la mierda cada que algún compañero rememoraba, desde la experiencia o la fantasía, su furtiva aventura con Julia; y no tanto porque estuviera celoso o cayera en la peste de la envidia, más bien por el hecho irrefutable de que estaba enamorado de ella y no podía hacer nada al respecto. Sentía dentro de sí -muy a pesar suyo- que era posible rescatarla, que debajo de esa atractiva y prosaica personalidad, de ese cínico desenfado sexual y casi morboso uso del cuerpo, se ocultaba una hermosa mujer asustada frente al desprecio que todo lo bueno y bello de la vida le hicieron desde siempre. Y quizá tuviera razón de no ser porque la naturaleza de Julia carecía de propósitos.
Cuando se le animaba a Romo para intentarlo con ella, siempre respondió que algo vuelto tan común redundaba en un despropósito, pero todo hombre sabe que cuando se trata de una muchacha linda y fácil, el propósito es irrelevante; en todo caso, lo relevante son los motivos personales que te convencen de no hacerlo. Romo sabía que su cursi percepción de las relaciones le impedía ser tan lisonjero, en especial, luego de que todos sus amables intentos de seducirla, a un nivel amoroso, habían fracasado miserablemente. Ella tuvo la cordialidad de no contar nada porque sabía que los desprecios habían sido más un ejercicio de disolución de la voluntad que un rechazo de carácter; que la dignidad de Romo era como la burda reproducción de una pintura apenas sostenida en la pared por la inercia de lo cotidiano. El juego se trataba de llevarlo al límite y convertirlo en pura piel para el invierno.
Como es sabido, en una primera instancia la inmediatez nos conduce a sobredimensionar los hechos, y luego el tiempo termina por llenarlo todo con el polvo de la rutina; así, para cuando llegó la fiesta de fin de año, el brillo de Julia había sido opacado por dos becarias y la más reciente secretaria. A fuerza de burocracia, Romo aprendió a sobrellevar su enamoramiento; no obstante, sentado frente a la computadora de su casa, con varias latas de cerveza ya vacías, se preguntaba si todavía era posible un rescate mutuo y si tendría el valor para sobreponerse a las circunstancias.
Al final de la fiesta de fin de año, cuando la embriaguez había borrado ya cualquier gesto y sólo quedaron las ganas más viscerales, la fragilidad de Julia encontró a Romo metido hasta el fondo de un vaso de brandy barato. Olvidados por los compañeros de la oficina, luego de una breve charla, pidieron un taxi y se marcharon. Esa madrugada la pasaron juntos haciendo el amor hasta que cayeron en un sueño profundo. Más tarde ese día, Romo hizo el recuento de imágenes que la borrachera no se había llevado y encontró que, a pesar de todo lo impostado de su primer encuentro sexual, algo de verdad quedaba revelado en esa cama desecha en dudas. El lunes, al saludarla, supo de cierto que ella también estaba en el mismo tren de pensamiento, aunque algunos vagones más adelante. Nada cambió realmente en cuanto al trato dentro de la oficina, sin embargo, al cabo de unos meses la frecuencia de sus encuentros hizo madurar lo casual y obligó a que Julia cediera, sin remilgos, la supuesta fragilidad que él intuía en ella. Pronto, su intimidad se convirtió en un secreto a voces, las voces en chisme y éste en referencia anecdótica. Pronto, compañeros y jefes, ejecutivos y secretarias, ya sea por clasemediera moral cristiana o por el mismo desgaste, se convencieron de que, sin bien era cierto el pasado bastante cuestionable de Julia, se había vuelto una buena mujer; y que, si él no se merecía algo así, por lo menos “el que por su gusto muere hasta la muerte le sabe” …
Sin importar la insistencia de algunos, las recaídas de Julia disminuyeron considerablemente hasta quedar sólo en rápidas miradas de tonta complicidad y banas coqueterías. Como dictan las buenas costumbres entre compañeros de cantina, se proscribió su persona de cualquier tipo de conversación o tópico y cuando fue absolutamente necesario, se refirieron a ella como “tu mujer” o “la chava del Romo”, sin poderse evadir todavía de cierta incomodidad, como la que siente aquel que suelta una discreta carcajada en medio de un velorio. Romo se hizo experto en evadirse de las alusiones hasta que no hubo más remedio que borrar todo lo que implicara cierto pasado.
No hay amor sin acuerdos. No hay acuerdos sin voluntad. Así que, pasado un año de su primera noche juntos, decidieron que no tenía sentido esperar más y se casaron una mañana de diciembre en Amistad Cristiana, una iglesia y sala de reuniones en Xoco. Julia no tenía familia y Romo apenas veía a su único hermano, por lo que después de una ceremonia llena de narraciones bíblicas (en un inconfundible acento argentino que volvería loca a cualquier recién conversa), pasaron a un discreto festejo entre compañeros de oficina y gimnasio, que concluyó con la noticia de que el Jefe le regalaba a los recién casados -como viaje de luna de miel- una semana en su casa de Tequesquitengo. Julia pensó que era excelente porque conocía el lugar y era bonito y apacible.
A su regreso, la feliz pareja se estableció en una pequeña casa en el barrio de Santo Domingo, misma que Romo decoró: frente al sillón principal de la sala, arriba de la televisión y al centro de la pared, colgó un cuadro que lo había acompañado siempre desde que empezó a trabajar en la oficina; también le recordaba, especialmente, el momento en que decidió que protegería a Julia de cualquier mal tiempo.
Los años y las crisis, los empleados y las pláticas de cantina se sucedieron y durante unas vacaciones de Semana Santa, Romo esperaba la llamada de una compañera de congregación que, desde el hospital, le anunciaría la llegada de su tercer hijo. Acompañado de tres Pall Mall había pasado casi tres horas en silencio, sentado en el sillón principal de la sala, mirando el cuadro colgado por encima del televisor. Pensaba que lo tenía hace mucho y nunca lo había observado con detenimiento; inexplicablemente, ahora le parecía que aparte de la cotidianidad y el recuerdo de Julia metido con calzador, no le significaba nada, porque además ignoraba cualquier asunto relacionado con el arte y, para ser sinceros, hacía tiempo que le venía enfadando su presencia.
Apareció el urgido y molesto sonido del teléfono y así continuó por varios segundos hasta que Romo por fin se levantó y, sin dejar de observar el cuadro, tomó el auricular para escuchar que era niño, que había pesado tantos kilos, que el parto había tenido tales complicaciones, pero que los dos, mama e hijo, estaban fuera ya de peligro; que saliera de inmediato con tales y tales cosas en la maleta. Romo colgó y se fue directo al montón de cachivaches que tenía en la zotehuela para buscar su caja de herramientas, que consistía en un par de desarmadores, dos pinzas y un martillo. Tomó este último y arrastró una silla hasta llegar frente al televisor. Subió y encontró que la burda reproducción colgaba sobre un clavo apenas sostenido por la inercia de lo cotidiano.

18 de mayo de 2018

Un breve y mortal Sueño. Novela de Antonio Mejía

Para descargar la novela: Un breve y mortal sueño_Novela_Antonio Mejía Ortiz







“Todo está ocurriendo y ya ha ocurrido y volverá a ocurrir. Todo lo que existe ha existido siempre y seguirá existiendo. La memoria es imaginaria; no es real. No se avergüencen de su necesidad de crear; es la parte más bonita de sus corazones. El mito es la verdadera historia. No dejen que les digan que no hay monstruos. No dejen que los hagan sentir idiotas porque son felices jugando con sus linternas en la oscuridad. El mundo místico depende de ustedes y de su tolerancia a lo absurdo ¡Sean fuertes, queridos míos, y crean!”

LA CANCIÓN DE LA BOLSA PARA EL MAREO

Nick Cave


1
Lo primero que recuerdo es oscuridad. Esa oscuridad ciega, encerrada, que se presenta cuando eres niño y te metes a dormir y se apagan todas las luces; cuando no queda ni el resplandor en la pantalla de la televisión y el alumbrado público está demasiado lejos como para colarse por la única ventana. Lo primero que recuerdo no es una situación y tampoco una circunstancia, es sólo la conciencia de mi mente infantil cayendo en picada hacia pensamientos que intentaban, desesperadamente, hallarle una solución a eso del olvido y la muerte con preguntas como: ¿por qué tenemos que morir? ¿Por qué las cosas no pueden quedarse como están ahora? Esa voz mía, tan desconocida como extraviada, eran rápidos murmullos atravesando las oraciones del Rosario.
Metido en esa densa oscuridad, cuando los cuerpos son apenas un trazo de sí mismos, podía sentir el humor de la existencia, su ancestral instinto genocida; podía sentir cómo, dentro de mí, se iba formando la imagen del hombre que finalmente sería: una desproporcionada y fluctuante mezcla entre un santo y un vulgar idiota. Metido hasta el fondo en esa melancolía de voluntad borrada en la memoria, en esa realidad entregada a la indiferencia, comenzaría el despropósito de hallar, a través de un anhelo, la reconciliación con la virtud de mi vida.
Y allí, en ese recuerdo, mi madre no es un cuerpo ni un rostro, no es una voz siquiera. Es el débil, pero intransigente eco de una idea: “Tú tienes que vivir. Tú vas a lograr lo que quieras”. Respiración pesada, largas exhalaciones y luego nada…
La oscuridad es persistente, la decadencia y los pulsos mortales, como la culpa, son persistentes. La imagen de una dimensión que no es tiempo ni conciencia, que no es trascendencia sino encerrada y ciega inmanencia, es persistente.

23 de octubre de 2015

LOS CONEJOS NO SON MASCOTAS PARA PRINCIPIANTES

Por Antonio Mejía Ortiz

Luego de una corta residencia artística, la hermosa y joven Gina decidió mudarse de fijo a un departamento arriba del Ciné Phil Café sobre la avenida Georges Gosnat en París. Hizo todo tipo de trámites legales para llevarse con extrema precaución a su mascota, una adorable conejita de nombre muy pretensiosos que había adoptado, junto con su actual pareja, cuando consideraron que la relación se había formalizado y los cachorros ya no representaban todo el inmenso amor que se tenían. Como era de esperarse, el joven novio, quien también tenía un nombre pretensioso, no tardó en mudarse con ella para que así, juntos, compartieran una vida de romance, arte y largas caminatas por el Cormailles State Park que terminarían en Café de la Mairie con conversaciones acerca de los contraculturales y particularísimos puntos de vista que él tenía sobre las cosas y, para terminar, ocasionales visitas a la Pharmacie Centrale SALAMON. Serían días propicios y buenos. Sería magnífico. Por supuesto eran muy jóvenes.

Algunos meses más tarde, pensaron que era tiempo de extender la familia y la adorable conejita tuvo crías de las cuales sobrevivieron dos; y esto, a la todavía hermosa y joven Gina, le hizo sentir que estaba frente a un augurio o una determinación del destino, pero no supo o no quiso darse el tiempo de pensarlo y la vida, imperturbable como es, siguió de largo frente a los presentimientos femeninos.

Las mujeres decididas son como la vida: siempre se abren paso, siempre encuentran un horizonte distinto y más amplio que espera ser habitado por ellas; a  Gina le sucedió que en el ambiente artístico parisiense conocería a otros chicos y muchas personas con nombres todavía más pretensiosos, pero con un mejor sustento. El joven novio, que no dejaría de ser hombre, comprendió que le quedaban tres opciones: retirarse, adaptarse o violentarse para contenerla; y como lo haría un mexicano, optó por lo menos determinante. Una noche, borracho de celos, espero a Gina para demostrarle que no estaba contento con esa nueva forma de relacionarse con todos esos imbéciles autodenominados artistas de la deconstrucción extendida y destrozó el apartamento, luego lanzó por la ventana a las crías de su adorable conejita y terminó la escena abofeteándola. Ella, con todo su digno desprecio, lo dejó hacer hasta que quedó exhausto y recibió la bofetada como sólo una artista femenina emancipada podría hacerlo; fue hacia la habitación, recogió la maleta que ya estaba preparada, metió a la conejita en su jaula junto con un poco de comida para el camino y se largó, no sin antes echar una mirada de soslayo que sacudió el edificio hasta sus cimientos.

Afuera, las personas del Ciné Phil Café se habían reunido bajo la ventana donde las crías seguían desconcertadas en la acera, alguno estaba por marcar a la policía cuando vieron salir a Gina y desaparecer en un auto que la esperaba sobre la Avenida. Todos comprendieron que se había acabado, guardaron sus teléfonos y siguieron en sus charlas y sus expressos. Sin embargo, Tristan se había quedado de pie observando la ventana rota del departamento con las crías a sus pies, una de las cuales comenzaba a sangrar profusamente; y se preguntaba cuál era la mecánica del accidente detrás de este vacío gesto de apasionamiento. Enseguida se sacó la gabardina y con extremo cuidado colocó allí a las crías para llevarlas con un veterinario. Después de una extenuante operación y conseguir dinero prestado para pagar los honorarios del médico, se llevó a los dos conejitos a su casa.

Tristan vivía en una pieza donde apenas entraba una gran mesa de madera repleta de libros, dibujos, notas y textos alrededor de una vieja computadora, además de una lámpara; en las paredes se amontonaban copias de litografías, fotografías y notas escritas a mano. Él dormía debajo de la mesa y allí colocó también a las crías. De vez en vez, cuando se fatigaba de escribir interminables series de notas para las revistas de los institutos locales, en las que describía las virtudes de su labor académica, deportiva o lo que fuera, se recargaba sobre su silla y echaba un vistazo a Uro y Koda, como los había nombrado, quienes habían crecido rápidamente y saltaban de aquí para allá sobre sus pies, ignorantes de su suerte. Tristan encendía una colilla, fumaba un par de veces y volvía a apagar el cigarro, preguntándose acerca de la secuencia de eventos que había despertado su decisión tomada tan sin reservas.

Alguna tarde, la que usted quiera, Tristan paseaba con Uro y Koda por el Sena, cerca del Pont Nelson Mandela, cuando una anciana de ojos desencajados se encaminó hacia él y lo tomó fuertemente del brazo; la única referencia para esa imagen, que lo había tomado con la guardia baja, la pudo encontrar en los cuadros de Goya o Francis Bacon. La densidad de ese silencio que olía nafta le resultó insoportable.

Tristan no creía particularmente en mundos metafísicos a excepción de que estuvieran insertos en la literatura y, con todo, sintió un calosfrío que le recorrió desde la frente hasta el principio de la espalda. Una mujer blanca, cerca de los treinta años, se acercó para disculparse:
-¡Ginita! Disculpa a mi abuela, tiene demencia senil y a veces se comporta raro-
-No te preocupes, no hay problema-
Tristan se sonrió ante la innecesaria explicación y las dos mujeres se alejaron, mientras él se preguntaba de qué manera esto podría formar parte de un destino y cómo un destino podía ser dado o tomado. Se fue a casa y lo meditó escuchando el mecanismo del reloj avanzar durante trescientos segundos.

La vida siguió su rumbo, indiferente a la esperanza o el desconsuelo, en tanto la suerte de Tristan comenzó a oscurecerse. Sentado en el parque, alimentado a sus dos conejos con la mitad de su almuerzo, vio escapar a Koda de sus manos, éste corrió hacia la avenida y casi fue arrollado por una bicicleta que venía abstraída en pensamientos ambientalistas. Koda se lastimó una pata y esa misma tarde Tristan encontró a un viejo amigo que llevaba días buscándolo para ofrecerle un trabajo en un periódico serio; la vacante se había ocupado, pero intercambiaron información y quedaron de llamarse la siguiente semana para acordar una cita, quizá en algún lugar podía acomodarlo. La llamada nunca se realizó y el número dejó de existir. Desesperado como estaba, Tristan se fue al periódico para buscar a su conocido, donde le informaron que había sido enviado a cubrir los conflictos en medio oriente y no iba a volver sino en cuatro meses. De regresó a casa, y conforme los días se sucedían, comprendió que si esperaba algo más de la vida debía entregar a Uro y Koda al despiadado final del cual los había emancipado, pero no tenía el corazón necesario para hacerlo; y él, que no pensaba particularmente en términos esotéricos, que no poseía mucho y que nunca tuvo demasiado qué perder desde un punto de vista mundano, para los primeros días de mayo lo había perdido todo, excepto a sí mismo.

Una noche, la que usted quiera, le fue arrancada su camisa por un comensal del Green Garden al que le había robado un par de zanahorias del platillo; Tristan corrió desde Rue Nationale hasta la estación Olympiades del metro, donde entró al vagón con su mochila al hombro y sus dos conejos. En la siguiente estación subió una desgastada Gina que había vuelto a los cachorros, fatigada de los hombres de mundo pensaba seriamente en regresar a la Ciudad de México; se quitó los lentes oscuros para observar cómo un tipo agitado y desnudo del torso sacaba dos zanahorias de su bolsillo, repartiendo la primera entre el conejo que tenía en sus piernas y el otro que, muy quieto, permanecía en el asiento de al lado; Tristan comía la segunda zanahoria masticando, sin fuerzas, detrás de un llanto discreto.

Gina, que adoraba el aspecto esotérico de la realidad, se dijo a sí misma que esto debía ser un mensaje del destino y que, por lo mismo, su próxima obra de arte debía tener conejos y retomar la patafísica y suceder en una estación del metro parisiense. Se puso de nuevo los lentes oscuros y bajo pensando en un título como “El juego de los conejos a la media noche” o simplemente “Caniculus”, que es su nombre científico y ella lo sabía porque alguna vez había adoptado una adorable conejita de nombre ostentoso.

1 de mayo de 2015

DISOLUCIONES (Novela por entregas)

CAPÍTULO 9:  BITÁCORA: HACIA TENNESSE (Borrador archivo Diego Henestrosa. Investigador Privado)


Salimos del conjunto habitacional y bajamos por la avenida. Gatsby pone la radio y no se molesta en cambiar de estación cuando escucha la voz de un locutor que habla como si le pagaran por palabra dicha. El silencio en esa parte de la Ciudad era oscuro y denso. A la derecha podíamos ver un lago tintineante hecho de alumbrado público, luces amarillas y rojas de automóviles que iban o regresaban hacia cualquier lado y luces de la zona de bares, restaurantes y antros. Más allá, los negros cerros que han custodiado este valle de lágrimas desde siempre, siguen firmes; y al decir esa frase recuerdo mis clases de catecismo, porque para mí la palabra “valle” tiene un complemento ineludible.


El silencio hecho de la monotonía del locutor se comenzaba a hacer incómodo de tan natural que se sentía, así que me obligué a sacar un tema de conversación.
-Mira, todo por aquí se ve como en esas malas películas de terror, ¿no crees?-
-Sí, un poco, pero en ese caso nosotros seríamos los fantasmas, los lobos, los psicópatas- Me dice como si de ante mano hubiera estudiado la respuesta para comentarios de este tipo, voltea a ver la mancha de luz sobre la Ciudad mientras saca un cigarrillo y todo está tan perfectamente atemperado que me siento engañado, como si todo formara parte de un guión de cine que sólo yo ignoro y eso me fastidia porque soy de los que tienen la respuesta, el comentario, la actitud perfecta sólo cuando ya ha pasado el momento adecuado. Entonces nos vamos en silencio, me digo; y únicamente para enfadarme comienza a sonar The passanger con Iggy pop y únicamente para enfadarme, como si hubiera leído mi pensamiento, Gatsby me voltea a ver de reojo, lentamente, con un esbozo de sonrisa que me hace estallar el pensamiento, concéntrate Diego, visualiza lo que va a pasar a continuación porque tú sabes que ha llegado el momento de meter las manos al lodo, me digo. Y así nos adentramos al bullicio hacia las imposibles calles de la Zona Rosa.

Antes de entrar en el estacionamiento, Gatsby me pide unos minutos para deshacerse del maquillaje y cambiarse de atuendo, te vas a quitar toda la producción le comento jocosamente y ella sonríe, la producción… no el contenido, me responde. Cuando sale ha rejuvenecido por lo menos diez
años y entonces sí se van a la mierda todas esas frágiles aspiraciones románticas ocultas detrás de mi seca personalidad. Al entrar el chico del valet parking mira mi auto con cierto desaire que me pesa aunque no me guste admitirlo Borrar luego Caminamos por las calles, ni siquiera me molesto en saber de lugares o de personas, de cualquier forma me siento como si viniera de otro planeta y casi todos allí son idiotas, los veo con esa actitud de quien está demasiado consciente de que el momento que vive es “único, especial e irrepetible” aunque cada semana hagan exactamente lo mismo, de la misma manera, claro, eso pasa cuando no te encargas de los datos duros de tu vida. Ingresamos al lugar y no que tenga qué ver exactamente, pero algo me recuerda que eso de lo “naco es chido” me ha parecido detestable desde siempre, es como decir que la miseria es chida, porque lo naco es consecuencia de la miseria y no viceversa, pero todos estos niños no vivieron esa época, ahora les pareces algo exótico y contracultural cuando en ese momento únicamente se trataba de superviviencia; y este lugar está lleno de motivos y frases por el estilo, unas más esnob que otras, pero me suena a que nadie entiende aquí el sentido sarcástico de la frase “la ignorancia es una dicha”. 


Nos dirigimos a la barra, en el camino Gatsby encuentra a varios conocidos que solo de ver mi pinta y luego de rápidos saludos con las cejas me anulan impunemente de la conversación, pero me parece bien, sólo uno me tiende la mano y me cae como patada de mula sin embargo cuando pienso que debería saludarle sólo con un movimiento de cabeza ya le he tendido también la mano pendejo!!. Aprovecho los miles de abrazos y besos y rápidas noticias sobre sus recientes viajes, descubrimientos espirituales, artísticos y etno-turísticos, para irme a la barra. 

El barman luego de una rara mezcla digna de los juegos de química Mi alegría, de darle tres piruetas a un trago y deslizarlo por la madera me dice algo pero con tanto ruido lo logro oírlo, toda esa situación me recordó un documental de Ñús que había visto la semana pasada en televisión, donde los animales tratan desesperadamente de cruzar el río lleno de cocodrilos, como si el torpe desbocamiento fuera indispensable para divertirse más, cono si “diversión” tuviera superlativo, como si todos por allí estuvieran aterrados de divertirse menos que el otro. El barman me vuelve a preguntar y ahora sí le escucho, me dice que qué voy a pedir y casi le grito que una copa de whiskey, porque el raro tono grave de mi voz hace que generalmente se pierda, él se me queda viendo como estúpido y creo haber actuado por reflejo porque parece que también puse cara de estúpido y así nos miramos unos segundos esperando que alguien diga algo hasta que él hace un gesto de “yo no entenderte anciano”, sí, una copa de whiskey, en un vaso, le digo y le hago la seña con las manos, o sea cómo, ¿en las rocas?, me pregunta, como si hubiera otra forma de tomarlo, como si no supiera que cuando alguien quiere un whiskey solo, lo pide así: solo; como si no supiera que cuando alguien quiere diluir un trago con alguna tontería como hacen los universitarios, lo pide así. Le respondo que
que obviamente en las rocas. El tipo da un medio giro artístico, lanza la botella, al aire y la agarra por el cuello, luego toma el vaso, lo gira tres veces sobre su eje y antes de que se detenga cae el hielo que ha lanzado con la otra mano, y yo miro hacia todos lados tratando de encontrar a la persona que quiere impresionar, finalmente lo empuja hacia mí con sus dedos índice y medio y antes de que se recargue orgulloso sobre la barra y antes de que el otro barman me cobre, me bebo el trago hasta el fondo y deslizo el vaso hacia ellos también con mis dedos, quiero decir, con mi dedo medio, pero esta vez sin tantas rocas le grito. El segundo barman me dice con mala actitud que son cerca de cien pesos y me extiende la mano; pienso que con cuatro tragos me puedo comprar dos botellas de VAT 69 y que qué jodida manía de estarte cobrando cada trago sobre la barra, pero así es todo de impersonal ahora. Él barman me mira falsamente molesto y de inmediato sonríe tirándome barrio, se deshace de la mano que me cobra y esta vez me sirve uno doble sin florituras, haciéndome la seña de que van por la casa; le agradezco con una sonrisa de camaradería justo para la llegada de Gatsby que se disculpa por no presentarme, no te preocupes mientras menos idiotas conozca mejor y un poco se ofende, cómo sabes que son idiotas si no los conoces, luego te digo porque aquí voy a acabarme la garganta, lo deja pasar y me cuenta que encontró a unas chicas y le dijeron que habían visto a Tennesse por allí bailando montada sobre tres tipos, que nos demos una vuelta para buscarla y nos demos prisa porque sólo baila así cuando está bastante borracha. Tomo el vaso, me despido de mi más reciente amigo y caminamos a empujones mientras pienso que nos la pasamos toda la semana a empujones en el transporte público para ganar dinero y venir a gastarlo entre empujones a estos lugares.


En serio, ustedes dónde tienen los filtros, mira, uno de los idiotas ya consiguió pareja, le digo a Gatsby que voltea hacia la entrada y abre tanto los ojos que parece van a salirse ¡Es Tennesse, es ella! Me grita al
oído. No creo, esa es una niña y no se ve como una puta (aunque seguro lo sea), le respondo desde mis prejuicios ¡Es ella, pero no trae "producción" como dices, vamos! Me bebo el trago de una y nos abrimos paso esta vez a empujones violentos, entre mentadas de madre y amenazas. Para cuando salimos han desaparecido entre el mundo de gente que camina y como todos se ven igualitos no podemos ubicarla ¡Allá, en la esquina! Si no dónde, pienso pero considero que es mal momento para un chiste de mal gusto, anda, alcánzalos yo no puedo correr con estos tacones y le miro los tacones, muy bonitos le comento, le dejo el vaso y echo a correr para alcanzarlos pero unos metros adelante empiezo a sofocarme, siento los pulmones como dentro de frascos de Gerber, se me seca la boca y se me forma un pantano en la garganta, comienzo a sentir destemplado el pecho, sé que viene esa tos de fumador y que no puedo más. Alcanzo a duras penas la esquina, la veo subirse en uno de esos horribles Mazda que la mercadotecnia le vende a los chicos “reventados”. Tennes…,! intento gritarle pero las flemas y la tos me ahogan. Ellos parecen irse, luego se detienen, dan la vuelta y se dirigen justo hacia mí que no puedo ya ni sostenerme en pie, trato de hacerles señas con la mano y aunque uno me ve, ya tiene a Tennesse sobre las piernas y no va a saltarla por lo menos esta noche. Pasan de largo en tanto se acerca Gatsby con esa graciosa forma de correr que tienen las chicas con tacones altos, cuando escucho el intenso ritmo de unos botines de hombre; intempestivamente pasa corriendo junto a mí como, alma que lleva el diablo, un tipo de gabardina negra, que casi les da alcance en el siguiente semáforo ¡Es mi hombre!, pienso conforme tomo asiento en la banqueta. A su lado se detiene un chevy gris, el tipo de la gabardina sube y se pierden en franca persecución.


-Qué pasó, qué fue todo eso- pregunta Gatsby. Trato de responder mientras recupero el aliento.
-Pasa que llevo treinta años fumando, que Tennesse se fue con tu amigo el único de los idiotas que me saludó de mano y que ese de la gabardina que iba hecho la chilla es nuestro hombre misterioso, pero no te preocupes, yo creo que tú sabes a dónde podrían ir-
-Cómo podría saber, cada cinco minutos cambian los lugares de moda-
-sí, pero la monotonía es un bien común, aunque todos ustedes creen que lo que hacen único, auténtico e irrepetible, estoy bastante seguro que conoces la ruta, ¿qué harías si estuvieras con Tennesse?-
Gatsby lo piensa un momento.
-iríamos a una mezcalería, a una pulquería o a uno de esos sucios bares a…-
-a vivir una experiencia, etno-turística ¿no?-
-algo así-
-y ella está bastante borracha, así que por una parte van a un lugar conocido y por otra parte, cerca de la casa de estos güeyes, para que la transición de la mesa del lugar a la cama de alguno de ellos sea rápida. Pues vamos por el carro y los alcanzamos allá, tú me indicas por dónde-
Gatsby me ayuda a levantarme, saco un cigarrillo y lo enciendo, ¡vas a fumar!, dice entre sorprendida y regañona. No creo que vayamos a correr más esta noche, respondo. Ella parece realmente preocupada aunque no atino a saber por qué exactamente. El fuego aparece y vamos dejando rastros de humo hasta el estacionamiento.
Subimos al auto y para estar ad hoc con la actitud del valet parking no le dejo ni un centavo de propina. Salimos a la calle.
-Porque crees que mis conocidos son idiotas si nos los conoces-
-No me hace falta conocerlos, pero el cuento es muy largo-
-En algo hay que entretenernos mientras llegamos o tienes una mejor idea- Me congelo de inmediato y siento que necesitaría otro whiskey doble para ponerme impertinente, así que me suelto a hablar porque es lo que hago cuando estoy nervioso o aburrido. 


 -Pues mira, son idiotas porque todos están desesperados por demostrar que valen algo, que son importantes para la vida, que son distintos a la gran mayoría de mediocres que vivimos vidas aburridas y no tenemos “pensamientos profundos”. Son del tipo que van a relacionarse con los miserables como van los turistas a los pueblos indígenas y esa condescendencia no´más no la soporto, es como si nos quitaran el único resto de dignidad, precaria y de la chingada, pero nuestra; y tampoco creo que sea la mejor forma vivir pero es peor considerarla un souvenir, sobre todo porque les importa una chingada el estado de las cosas, van con esa pinta de libre-pensadores que tienen una conciencia elevada pero nada más para hacerse los interesantes, para meterse a las chicas tontas a la cama, para quedarse con los influjos en las cosas del mundo y todo el favoritismo de la puta alegría, como dice Tomás Segovia… y todavía peor los que estando dentro de ese espacio de privilegiados se dedican a mostrarse al margen como si fueran los dueños de la contracultura de la contracultura, como ese que me dio la mano y que ahora seguro se la está dando a Tennesse… pero qué sarta de pendejadas neo hippies, todo es ambiguo hasta que tienen que pagar sus cuentas con trabajo propio o alguien se mete con lo que consideran su propiedad privada, nadie es realmente así de relativo en el mundo real, de otra forma no serían tan pretenciosos. Los artistas de verdad están volviéndose locos, no tienen tiempo ni dinero ni ganas de venir a lugares como a los que asisten tus amigos-
-¿Y entonces yo soy una idiota pretenciosa por conocerlos, por haber salido con ellos?-
-No sé, pero es diferente con ustedes, para ustedes todo esto es sólo un pasatiempo, una especie de paliativo, un medio… y de cualquier forma no quisiera decretarlo, trato de que mis prejuicios no lleguen más allá de mi nariz-
Nos quedamos en silencio y yo me sumerjo en las ideas redundantes que me persiguen desde los veinte años……………………………………………………………………………………..quitar!!!


Más tarde, para evitar el silencio incómodo saco de la guantera un cassette con Miguel Mateos en la portada, lo que ocasiona que abruptamente se rompa la rigidez que dejé con mis dizque reflexiones morbosas con las que intento sonar muy solemne, cuando Gatsby rompe en carcajadas, doblándose de la risa, quiere hablar pero las risotadas no se lo permiten, como puede se burla de que no tenga CD en mi auto, de lo viejo y usado de mi cassette y sobre todo de que sea de Miguel Mateos. No te preocupes, no es de Miguel Mateos, es un mezclado que me hizo un viejo amigo; y esto la hace rebotar literalmente en el asiento porque no había escuchado que alguien siguiera grabando canciones de esa manera. Debo confesar que me molesta un poco, pero lo dejo pasar, meto el cassette en el estéreo y comienza a sonar Jubilee Street de Nick Cave & The Bad Seeds... la risa loca de Gatsby que es como torbellino de alegría, poco a poco se apacigua y se sumerge en una tensa calma.

Llegamos a las calles del centro y un operativo nos conduce hacia un asqueroso bar de poca monta lleno de putas acabadas, de borrachos lamentables y travestidos drogados hasta el cuello; un lugar que los idiotas confunden con el arrabal, pero no pasa de ser una letrina. Nos acercamos, le digo a Gatsby que espere en el auto y me las arreglo para
entrar. Los policías tienen que encender cigarros porque apesta a podrido y mierda, a sudor rancio. Hay agentes entrando y saliendo; varios arrestados y en la parte posterior todavía se escucha a un par que se resisten. Voy a ver qué sucede y en el piso encuentro una gabardina negra, aprovecho el descontrol que ocasiona que dos travistes intenten huir y la tomo. Salgo discretamente y regreso al auto. Le digo a Gatsby que tenemos algo, pero que está por amanecer, que definitivamente no puedo pagarle por su tiempo y que tengo que alimentar a mi gato. No hay problema, nada más déjame en mi casa. Cruzamos todo el Eje central y luego nos dirigimos hacia Coyoacán, le digo que estaré informándole todo lo que vaya encontrando y ella comenta que no puede acompañarme la siguiente noche pero que la otra seguro sí, que hay que encontrar a esa chamaca y saber quién diablos es el otro; nos detenemos en la esquina de Tres Cruces y Francisco Ortega, antes de bajar Gatsby me mira con rostro neutro pero con ojos alegres., me toma del brazo ¿de dónde saliste tú? Espero que del vientre de mi madre. Con más cansancio que ternura saca un suspiro a manera de risa, toma sus cosas y va a salir del auto cuando se detiene de imprevisto. Oye, qué es una "chilla"... sí dijiste que iba corriendo hecho una chilla. La verdad, lo ignoro, así decían mis abuelos, pero prometo investigarlo. Esta vez con más ternura que cansancio me pide que descanse y sale. La veo abrir la gran puerta y desaparecer tras ella. Me quedo allí un rato, enciendo el último
cigarro y aplasto la cajetilla, para entonces el frío está calando, le subo al estéreo y suena desde mi viejo cassette Te quiero, con Emilio Tuero, recuerdo que los gatos no beben agua que no sea fresca y avanzo entre las calles mientras las personas, que hacen girar la rueda que mantiene en movimiento este mundo de porquería, se encaminan a sus empleos. El silencio en esta parte de la Ciudad es macilento pero voluminoso. El cielo está cerrado y el aire parece oscuro. Se apaga el cigarro por la humedad de la mañana, el encendedor se descompone y no encuentro con qué solucionarlo, por último busco en las bolsas de la gabardina negra y encuentro el zippo con el signo de Leo grabado, enciendo de nuevo el cigarrillo y me adentro al tráfico de la avenida pensando que de vez en cuando debería practicar lo que predico. A través del parabrisas veo el cielo y la ciudad, lo humano, lo divino, la imperfección y la muerte...


UN BREVE Y MORTAL SUEÑO

Novelas para el fin del mundo UN BREVE Y MORTAL SUEÑO (Antonio Mejía Ortiz, México 2019), nos conduce a un viaje a través del alma y la men...